Cabaret 2003

RedTeatral


El 15 de octubre de 2003 se estrenaba en la cartelera madrileña el musical CABARET en el Nuevo Teatro Alcalá. Pocas funciones bastaron para consolidarlo como una de las grandes producciones del momento, que llegó a ser vista por más de 900.000 espectadores. Para tal fin, el mismo teatro de Madrid sufrió una completa transformación, viéndose ambientado, desde el escenario hasta el mismísimo patio de butacas, como un auténtico cabaret berlinés de los años 30.

Mesas de sala, pequeñas lámparas de luz roja y mortecina, sillas de bar, e incluso sillones para el patio de butacas transportaban al espectador al mismísimo corazón de la vida nocturna en la Alemania nazi. Incluso podían observarse tramoyistas ataviados para la ocasión, sustituyendo modernas máquinas (sin olvidar, por supuesto, que el despliegue de medios no debe ser escaso).

"Cabaret" en sí, es ya una obra de culto debido no sólo a su producción cinematográfica, sino a un excelente libreto y a una partitura excepcional. Desde el primer acto, se combinan números músicales bidireccionales en los que se continúa la trama de la historia y se representa una genuina actuación cabaretera al tiempo, haciendo partícipe al público (que ya de por sí estaba introducido en el decorado) de una manera novedosa y, ciertamente, muy eficaz.

La música de John Kander destaca sobremanera gracias a la interpretación de la orquesta  y el acompañamiento vocal que prestaba el elenco. Todo embebido de las influencias germanas y tirolesas, como en “Dos Chicas” o “Mañana me toca a mí”, lo que supone un importante aliciente histórico y ambiental. Tanto el guión como la letra de las canciones fueron traducidos y adaptados correctamente, efectuando los precisos cambios que permitían la transmisión del original.

Escenográficamente, llama de nuevo la atención la perfecta ambientación (casi podría decirse transformación) que sufrió el teatro. Tan espectacular cambio empequeñecía el atrezzo de la propia representación que no sobresalía, aun ignorando su inclusión en tal teatro-cabaret.  Algo parecido ocurría con las luces, que siendo buenas, no constatan un elemento destacable dentro tan inmensa creación. En estos aspectos, la adaptación de los decorados y la puesta en escena técnica no decepcionaban y, aún quedando en un segundo puesto para todo aquel que se dejaba seducir por la sala berlinesa en que se encontraba, sí conformaba una sensación subliminal de satisfacción.

Por supuesto, gran parte del éxito que supuso este musical en la capital española fue debido a la espléndida puesta en escena, encabezada por un reparto inmejorable que supo adaptar su personaje con naturalidad y convincente actuación. Desde el elenco de bailarines hasta protagonistas de la talla de Natalia Millán (cuya voz consiguió estremecer hasta a los más escépticos) o Manuel Banderas, que consiguió que cada representación fuera una verdadera trama tragi-cómica sin espacio alguno, físico o mental, para evadirse de lo que ocurría entre aquellas cuatro paredes. Sin embargo, frente a la increíble labor ambiental que juegan los actores, en esta versión es mucho más remarcable la destreza con que representan (incluso más que actuar), dejando hablar al cuerpo, a los gestos, antes que a las palabras. Esta no es una de esas obras que pueden pasar con una lectura de guión, o una escucha de la banda sonora. La ingenuidad velada de Sally Bowles, la perplejidad y a su vez desenfreno de Cliff Bradshaw, el afán optimista de Herr Schultz o el desencanto apático de Fraulein Schneider son sólo algunos de los ejemplos de estos caracteres imprescindibles, que sólo un cuadro tan experimentado de artistas podría conseguir de manera tan magistral, sin necesidad de diálogo.

Además, también hay que tener en cuenta el simbolismo velado de la trama, y el efectismo que se consigue a través de acciones simples o de la mímica, como el cristal roto de la frutería, al principio del segundo acto, que, sin romper cristal alguno, sin ser una representación fiel, te permite saber exactamente qué ha ocurrido, en qué circunstancias y por parte de quien; como la cámara de gas del último acto… Todo esto sin olvidar la amarga sátira que guarda este musical, empezando por el Maestro de Ceremonias que en este caso merece reconocimiento, no sólo por su importancia sino por la estupenda caracterización de que goza en esta versión (interpretado por cada uno de los actores que lo caracterizaban fue, sin duda, uno de los platos más fuertes del acto, sobresalientes todos ellos: Asier Etxeandía, Armando Pita o Víctor Massán).

“La vida es un cabaret sin más” decía la protagonista antes de que acabara la función y, sinceramente, con este musical ha quedado más que constatado.

 

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